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El lado oscuro de la Luna

Sobre los compositores peruanos de la generación del 2000

Por Alonso Almenara

Para un amante de la música académica contemporánea, París es algo más que el referente melancólico de elegancia y hedonismo que retrataron las películas clásicas de Hollywood. París es sinónimo de controversias e innovaciones electrizantes: el modernismo antiwagneriano de Peleas y Melisande; la rítmica salvaje de La consagración de la primavera; la revolución serial de Le marteau sans maître; la música concreta de Pierre Schaeffer. Y es en París, donde corrientes como el post-espectralismo y el saturacionismo mantienen vigente a una de las escenas de música de vanguardia más activas del planeta, que el compositor peruano Juan Arroyo se ha hecho un nombre gracias a la originalidad de sus aportes en electroacústica y a la intensidad visceral de su escritura instrumental.

Arroyo compuso en 2015 una de sus piezas emblemáticas: Smaqra, para cuarteto de cuerdas híbrido. Escrita por encargo del Centre Henri Pousseur, esta obra inaugura intrigantes posibilidades para la música electroacústica. En sintonía con ideas promovidas por el investigador Adrien Mamou-Mani, Arroyo desarrolló una tecnología que permite difundir tratamientos electrónicos directamente a través de la caja de resonancia de instrumentos de cuerda convencionales. Desde un punto de vista práctico, así se evita el uso de parlantes o consolas, lo que le otorga al intérprete un control más ajustado sobre la situación. En cuanto a la dimensión estética, la principal innovación de Smaqra es el tipo de sonoridad híbrida que resulta del encuentro de la música acústica con la electrónica en una misma fuente emisora. Los sonidos acústicos son transformados en tiempo real por este contacto, a veces de maneras drásticas, mientras que el tratamiento electrónico es “coloreado” sutilmente por los modos de resonancia propios del instrumento. En palabras de Arroyo, esto equivale a “fusionar el universo sintético con el universo físico”, una fórmula encantadoramente cercana a la ciencia ficción.

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En sintonía con ideas promovidas por el investigador Adrien Mamou-Mani, Arroyo desarrolló una tecnología que permite difundir tratamientos electrónicos directamente a través de la caja de resonancia de instrumentos de cuerda convencionales.
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Smaqra ha sido grabada por el Quatuor Tana para el sello Paraty y es examinada en profundidad en el libro Le premier quatuor à cordes hybride: L’exemple de Smaqra de Juan Arroyo (2017), escrito por el musicólogo francés Fabien Houlès y publicado por Éditions L’Harmattan. Houlès explica que el concepto de “hibridación sonora” tiene en realidad menos que ver con la suma o integración de tipos de sonido, que con una estética radical del trastocamiento de límites, identidades y categorías. Técnicas electrónicas de enmascaramiento transforman, por ejemplo, el timbre de violines, violas y chelos en el de tambores o platillos. El resultado es la sensación de que cualquier cosa puede suceder, o, para retomar una frase de Marx, de que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Juan Arroyo

En Saturnian Songs (2017), para chelo híbrido y ensamble, Arroyo combinó esta clase de procedimientos con el tratamiento de la voz humana. Concebida como un ciclo de canciones en el que el instrumento solista cumple el papel de cantante, Saturnian Songs tiene momentos de extraña belleza fantasmal. Las palabras aparecen disgregadas, procesadas, transformadas ininteligiblemente en textura. Pero en el clímax del primer movimiento, el chelo empieza a susurrar los versos que habían permanecido ocultos: se trata de un poema de Jorge Eduardo Eielson, «Cuerpo dividido», del libro Noche oscura del cuerpo. El texto se ha convertido en ese cuerpo desmembrado que la pieza reunifica en un momento de serena introspección. Y las palabras surgen con tal dificultad que es como si, al pronunciar el poema, el instrumento estuviera aprendiendo a hablar.

Arroyo nació en Lima en 1981. Su primer instrumento fue la zampoña, que practicó en la escuela como miembro de una tropa de sikuris. A los 17 años descubrió la música de Haydn, Mozart y Beethoven, y poco después decidió ingresar al conservatorio, donde José Sosaya, su profesor de análisis musical, le dio a conocer la obra de Edgar Varèse, cuyo estilo sui generis, primitivo y futurista a la vez, lo deslumbró. En 2001, Arroyo comenzó a reunirse con otros estudiantes de composición como Pablo Sandoval, César Sangay y Daniel Kudó, para estudiar obras contemporáneas. De esas reuniones nació el Círculo de Composición del Perú (CIRCOMPER), un espacio de intercambio entre compositores peruanos que sigue vigente en la actualidad. Tres años después, Arroyo viajó a Francia para continuar sus estudios. Es el primer peruano graduado del Conservatorio de París en la especialidad de composición. Entre los numerosos premios que ha ganado se encuentra el máximo reconocimiento para un compositor del medio musical francés: fue nombrado pensionario de la Villa Médicis, en Roma.

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El estilo maduro de Arroyo fue inaugurado en 2010 con el “Ciclo S”, que incluye obras como Sonrío/Sollozo (2015), para electrónica, el ballet Selva (2013), el cuarteto Smaqra y la serie Sikuri (2012-2015) para saxofones y electrónica, entre otras. En estas piezas, Arroyo ha ido perfeccionando su manejo del ruido y de las sonoridades complejas, lo que lo ha acercado en alguna medida al sonido de Helmut Lachenmann y al saturacionismo de Yann Robin, Raphaël Cendo y Franck Bedrossian. Pero lo que distingue al músico peruano es la expresividad ancestral de su propuesta, cuyo carácter telúrico apunta hacia el pasado remoto andino. Arroyo siente un especial interés por los aerófonos y las escalas de los instrumentos precolombinos, materiales que exploró con resultados notables en Sikus (2010) para doce flautas y electrónica. Esta obra clave de su catálogo está dedicada al compositor puneño Edgar Valcárcel (1932-2010), cuya producción, según Arroyo, “se revela como un cruce en expansión de las culturas andina y occidental”.

A mi modo de ver, Valcárcel y Arroyo forman parte de un mismo continuo. Son los representantes peruanos de una corriente pan-andina de ancestralismo vanguardista, que incluye a figuras como el ecuatoriano Mesías Maiguashca (1938) y los bolivianos Alberto Villalpando (1940) y Cergio Prudencio (1955). En la producción de estos músicos, los sonidos del ande son bañados en una luz intensa que revela su aspereza original. Se convierten así en vectores de visiones futuristas, de una otredad perturbadora, excitantemente moderna.

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El mismo año en que Arroyo compuso Smaqra se estrenaron en Estados Unidos y Holanda dos óperas de autores peruanos: Bel Canto de Jimmy López y EICHMANN de María Alejandra Castro. Es un hito significativo, pues hasta hace menos de una década, el género operístico había resultado elusivo para los autores nacionales. Esto cambió en 2012, con el estreno en el Gran Teatro Nacional de la ópera-ballet Akas Käš, la promesa del guerrero, con música de Nilo Velarde. Unos meses después, aparecieron en cartelera óperas de cámara encargadas por la dramaturga Maritza Núñez a autores como Sadiel Cuentas, Rafael Junchaya, Clara Petrozzi y Álvaro Zúñiga. Con Bel Canto y EICHMANN, este renovado interés por la creación operística nacional alcanzó su punto culminante.

EICHMANN fue estrenada en el Muziekgebouw de Ámsterdam, una de las salas más prestigiosas de Europa. Está basada en Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963), el libro de Hannah Arendt que examina los retos morales planteados por el juicio al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann. La ópera presenta una serie de monólogos en torno al tema del libre albedrío, interpretados por una tropa de artistas que alternan entre los papeles de músicos y actores, siguiendo la impronta del teatro total. En la escena más impactante, “El lied del ángel”, un ángel se niega a aceptar que es bueno; como una versión invertida del propio Eichmann, asegura que solo hace su trabajo.

María Alejandra Castro

María Alejandra Castro (1978) es hija de padres peruanos, pero vive en Holanda desde los seis años. Durante sus estudios de maestría en el Conservatorio Real de la Haya, investigó sobre la historia de la música peruana, lo que desembocó en la composición de la pieza Landó landó siempre contigo (2008), cuyo ritmo e instrumentación —que incluye guitarras y cajón—, remiten al universo de la música afroperuana. Salvo en el caso de esta instancia específica de su catálogo, Castro ha tendido a componer en un estilo ecléctico que refleja la variedad de sus intereses, así como su identidad binacional. Alusiones a los sonidos del Perú se mezclan con influencias europeas, mientras que técnicas modernistas conviven con guiños al minimalismo o a la música pop. En EICHMANN, uno de los personajes es un hippie, lo que llevó a Castro a experimentar con el estilo de canciones populares, jugando ocasionalmente con la técnica del pastiche. Este es solo uno de los elementos de la obra, cuyo lenguaje tiene, en regla general, un sabor a alto modernismo europeo consistente con la referencia al pensamiento de Arendt.

La música de Castro le reserva un lugar especial a la palabra. En una obra como Risa (2007), para soprano, mezzosoprano, ensamble de vientos, piano y percusión, puso en música extractos de Los nacimientos, el primer libro de la trilogía Memoria del fuego de Eduardo Galeano. El texto es una versión libre de la historia de América Latina, donde hechos históricos se mezclan con tradiciones orales y leyendas precolombinas. Por medio de sensuales combinaciones tímbricas, juegos de desdoblamientos vocales y ritmos mecánicos, Castro sugiere una visión del continente sudamericano convertido en un paisaje surreal. La pieza trae a la memoria el estilo tardío del György Ligeti, del que Castro ha tomado prestado el tipo de construcción, basado en la yuxtaposición de sencillas melodías en complejas capas de tempos simultáneos. Louis Andriessen es otro de sus referentes: como el compositor holandés, Castro aspira a una música de texturas diáfanas, cuyo rigor constructivo no ofusque la sensación de inmediatez expresiva.

Risa muestra de manera ejemplar el modo en que Castro construye su obra a partir del mestizaje de sonoridades europeas con materiales asociados a su lengua materna. “En las clases de armonía y teoría, los ejemplos siempre son europeos o estadounidenses, nunca latinoamericanos”, recuerda. “Y siempre son de hombres. Es como mirarse en el espejo y ver siempre una cara que no es la propia”. En efecto, hasta hace poco, la historia de la música le otorgaba una importancia marginal al rol de las compositoras; lo que es incluso más drástico si es que hablamos de música peruana. Castro es consciente de pertenecer a la primera generación de compositores peruanos en la que la participación de las mujeres ha adquirido un franco protagonismo. De su mismo rango de edad son Pauchi Sasaki (1981) e Ivonne Paredes (1984), compositoras de gran personalidad, quienes son precedidas por Clara Petrozzi (1965), una musicóloga destacada y la autora de la ópera de cámara Secreto (2012). La generación última registra, en tanto, un aumento explosivo, con decenas de autoras en actividad: Yemit Ledesma, Pía Alvarado, Macri Cáceres, Claudia Sofía Álvarez, entre otras.

Últimamente, Castro —quien es miembro activo de CIRCOMPER— se ha servido de las redes sociales para estrechar lazos con la comunidad de músicos nacionales: ha sido invitada a participar en actividades de Retama, el colectivo de compositoras peruanas estrenado el año pasado, y Arroyo la entrevistó hace unos meses en su programa Taller de composición, emitido por Radio Filarmonía. Para Castro, no existen rasgos estilísticos comunes entre los compositores peruanos de su generación. Identifica en cambio una cercanía de espíritu: “quizás, cada uno a su manera trata de redefinir lo que significa ser compositor de música clásica contemporánea y ser peruano. Me imagino que, hasta cierto punto, nos hacemos preguntas similares, desde perspectivas muy diferentes y en lenguajes musicales diferentes”.

Entre los trabajos de Castro admiro especialmente el cuarteto de cuerdas N° 1 “Wat stilstaat deelt zichzelf misschien het meeste mee” (2007/2019), que materializa el ideal de rigor y transparencia al que aspira esta autora. La obra oscila entre momentos de serena expectación, en los que el tiempo y la gravedad parecen quedar suspendidos, y secuencias de exaltada sensualidad. Es en mi opinión, junto a Smaqra de Arroyo, una de las piezas clave del repertorio camarístico peruano de la última década.

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Los primeros recuerdos musicales de Jimmy López (1978) están vinculados a su adolescencia en la Lima postapocalíptica de los noventa: ese periodo de transición entre la hiperinflación de los ochenta y el shock neoliberal, entre los atentados terroristas de Sendero Luminoso y el afianzamiento de la democracia tras la caída del régimen de Alberto Fujimori. Cuando fue a visitar el Conservatorio Nacional por primera vez, en 1993, lo encontró en ruinas. “Algunas áreas estaban cerradas porque ya no eran consideradas seguras”, recuerda. Aun así, tenía claro que sería compositor. En 1994, el director de orquesta Miguel Harth-Bedoya fundó la Orquesta Filarmónica de Lima, lo que dio inicio a una estimulante competencia entre la Sinfónica Nacional, que salía de un periodo de crisis, y el nuevo elenco. Las asociaciones ProLírica y Romanza, formadas algunos años antes, organizaban temporadas de ópera en Lima. Nacía la carrera de Juan Diego Flórez. “Fue un resurgimiento de la actividad musical justo en un momento decisivo para mí”, explica López. “Obviamente, el Perú no estaba donde está ahora, pero eso bastó para darme un primer impulso”.

Jimmy López (Foto: Igor Studio)

En la segunda mitad de los noventa, la capital empezó a recibir invitados musicales de prestigio internacional y los conciertos de música clásica se descentralizaron hacia ciudades como Piura, Cusco y Trujillo. Para López, “la explosión creativa que estamos viendo ahora, con un número de compositores nunca antes visto, es producto de que los centros musicales se hayan multiplicado”. Aún así, las oportunidades para los creadores no mejoraron sustancialmente. Los conciertos aumentaron, pero rara vez incluían música contemporánea. Los compositores nacionales eran vistos como curiosidades, estando lejos del prestigio reservado para los hombres de letras. Nunca llegó a establecerse una política nacional de encargos. Por estas razones, casi todos los compositores peruanos que han logrado destacar, desde los noventa en adelante, viven en el extranjero.

En el año 2000, luego de recibir clases de composición de Enrique Iturriaga, López viajó a Finlandia para inscribirse en la Academia Sibelius. Ha vivido la mitad de su vida fuera del Perú. “Decidí irme del país no tanto por la carencia de conocimiento, ya que hay excelentes maestros, sino por la carencia de un medio musical desarrollado. Hoy, por lo menos, existe el Gran Teatro Nacional, pero cuando yo era estudiante no había nada de eso”. Actualmente reside en California, donde ha encontrado un medio musical acogedor. Se sigue considerando un compositor peruano, pero reconoce que “esa definición ya no es completa”.

Bel Canto es su obra más ambiciosa hasta la fecha. Estrenada el 7 de diciembre de 2015 en la Lyric Opera de Chicago, es un encargo que López recibió por recomendación de Renée Fleming, la consultora artística de la institución. El libreto fue escrito por el dramaturgo ganador del premio Pulitzer Nilo Cruz y se basó en la novela homónima de Ann Patchett, publicada en 2001, que está inspirada, a su vez, en un hecho real: la toma de la residencia del embajador de Japón en Lima en 1996. El libro fue un éxito de ventas. Entre sus atractivos está el vívido retrato de su personaje principal, la ficticia soprano estadounidense de Roxane Coss, probablemente basada en la propia Renée Fleming. Es además una ficción que combina diestramente elementos de acción, intriga política y romance (además de la ópera, existe una película basada en la novela de Patchett, con Julianne Moore y Ken Watanabe en los papeles protagónicos).

La trama explora la convivencia forzada entre terroristas y rehenes confinados en un mismo espacio durante meses, dando rienda suelta a la posibilidad de que la violencia se mezcle con el deseo a medida que la crisis avanza hacia un desenlace trágico. Coss —quien es interpretada en la ópera por Danielle de Niese— es contratada para cantar en una fiesta en Lima a la que asisten dignatarios de todas las nacionalidades. La reunión se celebra en la residencia del vicepresidente peruano con el objetivo de asegurar las inversiones de un magnate japonés, quien es aficionado a la ópera. La noche de la fiesta, una organización terrorista asalta la mansión y toma a todos los invitados como rehenes, ocasionando una crisis internacional.

López, quien durante años ha documentado su proceso creativo en un blog, no escondió sus reparos iniciales al ser convocado para escribir una ópera que aborda el tema de la violencia política en el Perú. Tenía 17 años cuando miembros del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru tomaron como rehenes a casi quinientas personas y mantuvieron cautivas a setenta y dos durante más de cuatro meses. Como el atentado de Tarata de 1992, esta crisis fue para los peruanos un doloroso recordatorio de que el conflicto armado interno que había estallado en los ochenta no había terminado, y que las condiciones que generaron aquella violencia seguían vigentes, por más que el gobierno mantuviera la ficción de que todo aquello había quedado en el pasado. López escribió a propósito de la explosión de un coche bomba en la calle Tarata de Miraflores, ocurrida en julio de 1992:

«Tenía 13 años y hasta ese momento, historias como estas solo venían de otras partes del país, pero después del atentado de Tarata, mi familia y yo sabíamos que simplemente no había ningún lugar donde esconderse. A partir de entonces vivimos en un estado de miedo, denunciando cualquier automóvil que hubiera estado estacionado frente a nuestra casa durante más de dos horas, un miedo que la gente de otras partes del país había estado experimentando durante años, y que nosotros en la ciudad capital ahora compartíamos.»

Con su primera ópera, López accedió a un mundo de encargos prestigiosos y audiencias masivas —Bel Canto ha sido trasmitida por televisión, en el programa Great Performances de PBS— pero, a cinco años del estreno, esto no ha bastado para cumplir su deseo de que la obra se estrene en el Perú. Potencialmente controversial, Bel Canto tiene, sin embargo, mucho a su favor para atraer a las audiencias locales. Funciona como espectáculo escénico: incluye arias con melodías atractivas, escenas amorosas bien ejecutadas y secuencias de acción pródigas en explosiones y tiroteos. Su trama es más cercana a la realidad nacional que la de la novela original, que Patchett situó en una indeterminada nación de América Latina. El libreto de Cruz modela de cerca a los personajes de la ópera en sus contrapartes reales, enriquece la descripción de Lima con rasgos idiosincráticos locales, y utiliza el nombre del grupo terrorista al que solo alude la novela. Al margen de la parábola central de la ópera, que gira en torno al poder reparador de la música, es un retrato ambivalente de la década de los noventa en el Perú: una época de ambiciosos planes de reactivación económica y corrupción generalizada, de expectativas y peligros latentes, de un sentido frágil de recuperación. Es, de manera oblicua, el gran fresco musical sobre el periodo formativo de la generación del 2000.

Aunque López es esencialmente un compositor cosmopolita, muchas de sus obras están relacionadas con el Perú. Ccantu (2011), para piano, rinde homenaje a la flor de la cantuta; es una de las piezas favoritas de la pianista peruana Priscila Navarro, quien la estrenó en Carnegie Hall. El concierto para cello Lord of the Air (2012), dedicado a Jesús Castro-Balbi, está inspirado en el vuelo del cóndor. Perú negro (2012) celebra, en palabras de Miguel Harth-Bedoya, su dedicatario, “la apoteosis de la música afroperuana, tal como hace Ravel con el vals vienés en su poema coreográfico La Valse”. Esta última obra es un verdadero viaje al corazón de la tradición afroperuana: emplea en sus diversos movimientos materiales como el Toro mata, el Ingá, el Son de los Diablos y la canción “Le dije a papá”, de Pepe Vásquez, popularizada por Eva Ayllón. Tanto Perú Negro como Lord of the Air han sido editadas por el sello Harmonia Mundi en un disco que ha recibido comentarios favorables en publicaciones como The Guardian y The New York Times.

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Considero que el estilo de López ha evolucionado nítidamente en los últimos quince años. Su periodo temprano se caracterizó por un eclecticismo militante. Usó técnicas de vanguardia en piezas como Incubus (2008) o en los Quince estudios para octeto de cuerdas (2010) estrenados en los festivales de Donaueschingen y Darmstadt. La sección inicial de América Salvaje (2006) emplea técnicas del periodo sonorista de Penderecki, que contrastan con los materiales tonales que aparecen a continuación. En Fiesta!, su obra más popular —ha sido interpretada en vivo más de cien veces—, exploró la idea de escribir una suite de danzas basada en ritmos urbanos contemporáneos. La cultura rave se enlaza aquí con técnicas modernas de desarrollo y referencias a la música latinoamericana. El compás 84 del cuarto movimiento es notorio por ser realmente un techno de dimensiones orquestales: timbales y bombo imitan el pulso constante de este género electrónico, mientras que los platillos tocan en síncopas, reproduciendo la clase de acentos rítmicos que provocaron trances colectivos en las pistas de baile de los noventa.

Entrado en su periodo de madurez —inaugurado en 2011 con Synesthésie, un encargo de Radio France—, el trabajo de López ha alcanzado un nivel de refinamiento técnico considerable y un mayor sentido de integración estilística. Nos encontramos ante un compositor de relevancia internacional, cuya destreza técnica y sonido personal se imponen sobre la fantástica variedad de materiales que utiliza en sus obras.

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En 2019 tuve la oportunidad de escuchar por primera vez el trabajo de Jaime Oliver en vivo: se encargó de musicalizar el espectáculo “Jardín de Oro”, presentado por la compañía de danza Íntegro en el Gran Teatro Nacional. En una reseña del montaje, describí la banda sonora como “una ambiciosa deconstrucción electrónica de panoramas andinos y selváticos que alterna con una discreta música ceremonial, guiada por campanadas y suaves acordes de sintetizador. Una misa de réquiem, en efecto, pasada por el filtro de una sugerente estética ambient”.

Jaime Oliver (Foto: Daniela Sánchez)

De los miembros de la generación del 2000, Oliver es quien tiene una conexión más clara con la escena de música experimental. Con antecedentes en programación y lutería, es compositor, artista sonoro y creador de sistemas interactivos que lo asisten en la composición. Ha creado instrumentos como Silent Drum y MANO, que usan técnicas de visión por computadora para rastrear y clasificar continuamente los gestos de las manos. Oliver ha usado MANO en una variedad de contextos, desde presentaciones como músico solista hasta conciertos de piezas para ensamble. Cuando este dispositivo entra en acción, no queda claro si Oliver es el autor de la música o simplemente partícipe del resultado sonoro; si es compositor o programador; intérprete o performer. Precisamente, es este tipo situaciones de indeterminación lo que genera una sensación de asombro y espontaneidad en su trabajo.

A diferencia de colegas como López o Castro, Oliver mantiene una relación ambivalente con la escritura instrumental y los géneros tradicionales. Se inició en el mundo de la música aprendiendo a tocar piezas criollas para guitarra. Su interés por los sonidos modernos lo llevó a tomar clases de composición, pero no encontró exactamente lo que buscaba. “Una vez Edgar Valcárcel me dijo que uno no era compositor hasta escribir una obra para orquesta”, recuerda. El tipo de escritura que valoraba Valcárcel —y, en realidad, casi toda la generación del 50— estaba asociado a un concepto específico de vanguardia musical: la experiencia de los compositores seriales europeos de posguerra. Oliver, en cambio, estaba más interesado por el mundo de la programación. Se considera compositor estrictamente “en el sentido modernista varesiano de organizador de sonidos”. “Pero no sólo compositor”, precisa. “Siento que hago muchas cosas más: me interesa la escultura y los objetos, tanto los instrumentos como las ollas de los cacerolazos que hemos escuchado últimamente. También los silbatos de los afiladores de cuchillos y las campanas pregrabadas de la iglesia de la esquina. Y así, a veces me siento más artista sonoro que compositor, pues me ayuda a liberarme de la carga cultural del compositor como fenómeno europeo que se forja a partir del siglo XIX”.

Esta clase de intereses lo acercaron al mundo de las artes escénicas y al del arte contemporáneo: ha escrito música para teatro, cine, instalaciones y performances. Su música electroacústica utiliza típicamente software que él mismo codifica para modelar el sonido instrumental en vivo, así como elementos de improvisación. Ambas características están presentes en una pieza como Anexo3 (2017-18), para ensamble y electrónica, compuesta por Oliver junto al Ensemble KLEM de Bilbao, y editada en vinilo por el sello Buh Records. Es una improvisación estructurada que utiliza notación tradicional, notación gráfica, indicaciones de texto e inscripciones en los propios instrumentos. El instrumental consiste en saxofones, flautas, violín y una sección de percusión que incluye güiros —un instrumento asociado a la música afrocaribeña—, motores y un sistema de placas de aluminio golpeadas e inducidas en resonancia a través de procesos de retroalimentación controlados por micrófonos y transductores conectados al sistema MANO. En las notas del disco, Oliver escribe a propósito de la segunda sección de la pieza, en la que el güiro tiene un papel prominente:

«En Anexo 3, los músicos deben tocar sus instrumentos con una mano, mientras tocan güiros con la otra. Simbólicamente, esta acción encarna la dualidad entre las prácticas occidentales que materializan el violín o la flauta —y en las que fuimos educados formalmente— y la forma en que la condición poscolonial se ha codificado en el propio güiro y en las diversas prácticas musicales en torno al instrumento. Esta sección produce una situación de interpretación delicada, frágil e incluso incómoda, dando un resultado musical ubicado entre las tradiciones musicales occidentales y no occidentales, y no perteneciendo plenamente a ninguna de ellas.»

Oliver obtuvo un doctorado en Música por Computadora de la Universidad de California, San Diego, donde estudió con Miller Puckette, y ha sido Mellon Fellow en composición en la Universidad de Columbia y el CMC en Nueva York. Actualmente es profesor asociado de composición en NYU y codirector de NYU Waverly Labs for Computing and Music. Puckette es una de sus influencias principales: “hay cosas que él rescató de las prácticas de música por computadora que lo precedieron, el trabajo de Max Mathews y Dick Moore en particular, que han formado a un grupo grande de compositores como Jean Claude Risset, Laurie Spiegel o James Tenney. Hay un espíritu muy abierto al modelamiento estadístico, al azar y a los sistemas interactivos, en general una apertura muy libre y un idioma que no excluye, pero que frecuentemente prescinde de conceptos como notas o armonía, incluso de los instrumentos musicales tradicionales”.

Ha trabajado con Philippe Manoury en California, investigado en el IRCAM de París y hecho partes de electrónica para músicos como Roger Reynolds, James Dillon y Steven Schick. “A la computadora le importa poco la tradición”, observa. “Le tienes que decir qué hacer y cuando uno es el programador entonces necesita especificarlo todo”. Aunque el trabajo en laboratorio requiere una disciplina especial, presenta, también, beneficios prácticos fascinantes. Por ejemplo, la posibilidad de escuchar en tiempo real la música a medida que uno la concibe. Oliver suele crear versiones de estudio de las piezas en las que está trabajando; las deja correr y, mientras escucha, toma decisiones. Así ha compuesto obras como flexura, NaN, grid1 y O1C, entre otras.

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Hay un segundo aspecto esencial para su trabajo que la programación le ha permitido desarrollar, y es el de la autoría compartida, o mediada por la electrónica. Oliver delega en algunas de sus piezas parte de la agencia creativa a sistemas dotados de inteligencia artificial. Su trabajo consiste entonces en interactuar con ambientes inteligentes que él mismo ha programado, en habitarlos. “Filosóficamente, algo cambia, pierdo un poco la autoría directa de cada nota y me encargo de diseñar el sistema que genera esas notas”.

A veces considero a Oliver una suerte de inventor, como Schoenberg solía llamar a Cage. Pero tiene también algo de actor o de bailarín, dado que el cuerpo es su principal herramienta de trabajo. “Mucho del trabajo de composición es diseñar un instrumento que existe en función de un cuerpo; en pensar las posibles acciones y combinaciones de acciones; y en imaginar relaciones entre cuerpo y sonido, entre movimientos y acciones. Este trabajo no es un trabajo silencioso ni tampoco puramente mental, por el contrario, la composición se realiza tocando, el diseño se realiza gestualizando. De esta manera el cuerpo y la escucha se posicionan en el centro de la actividad de composición. No son secundarios a la composición, sino que suceden al mismo tiempo”.

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Un artículo sobre la generación del 2000 no podría estar completo sin mencionar a compositores como Federico Tarazona (1972), Jorge Villavicencio Grossmann (1973), Sadiel Cuentas (1973), Antonio Gervasoni (1973), Gonzalo Garrido-Lecca (1975), Álvaro Zúñiga (1980), Pauchi Sasaki (1981) e Ivonne Paredes (1984). Todos ellos marcaron el devenir de la música clásica contemporánea peruana a inicios de este siglo y siguen activos. Tal vez sea Sasaki la que mayor notoriedad ha tenido: es una figura entrañable, difícil de clasificar, que ha construido su obra en los intersticios entre el pop, la música académica y el arte sonoro. Villavicencio es otro artista de gran talento. Su obra Wayra (2012), inspirada en las corrientes de viento andinas, se ha convertido en un pequeño clásico de la música contemporánea peruana. De los compositores que trabajan en Lima, Cuentas es probablemente el más ambicioso y prolífico. Entre sus creaciones destacan el Concierto para violín (2010-13) y Cuatro cantos amazónicos (2017) para coro de niños y orquesta, un bello trabajo de arreglos de cantos en lenguas originarias de la Amazonía peruana, encargado por el Ministerio de Cultura.

El año pasado, el programa Taller de composición de Juan Arroyo proporcionó el contexto ideal para una suerte de reencuentro generacional: participaron Castro, Oliver, López, Cuentas y Gervasoni. Estas conversaciones por Zoom pueden ser vistas como versiones contemporáneas de las clásicas entrevistas que compositores como Enrique Pinilla y Aurelio Tello hicieron a sus colegas en la década de los ochenta. Al igual que aquellos textos exploratorios, la aventura radial de Arroyo interrogó a sus invitados sobre sus proyectos y vivencias, presentándose a la vez como una visión de conjunto sobre lo que significa ser un compositor peruano en la actualidad.

Fue ese reencuentro lo que me motivó a escribir este artículo. Y me gustaría concluir volviendo a uno de los puntos más discutidos en las entrevistas de Arroyo: la percepción de que las búsquedas y objetivos de los artistas de la generación del 2000 los alejan del horizonte vislumbrado por sus predecesores. Me refiero, principalmente a la Generación del 50: la de Enrique Iturriaga, Celso Garrido-Lecca, Enrique Pinilla, Edgar Valcárcel, César Bolaños, Francisco Pulgar Vidal y Armando Guevara Ochoa. Una generación referencial, que López definió en una entrevista que le hice hace años como “la que dio los primeros pasos en la Luna”.

El astro distante al que se refería López era la vanguardia europea. Muchos de estos compositores se propusieron, en efecto, incorporar las innovaciones que estaban en boga del otro lado del Atlántico: el serialismo, la música electrónica, el sonorismo polaco, la aleatoriedad. Así surgió la mitología de la “puesta al día”, expresada con especial vigor en los escritos polémicos que Valcárcel publicó en la revista Témpora. Pero, al mismo tiempo, sentían la necesidad de generar estilos idiosincráticamente peruanos: formas musicales avanzadas que resultaran de la simbiosis de los nuevos sonidos que llegaban de Europa, con rasgos distintivos de las culturas locales, como melodías pentafónicas de la región andina o instrumentos de la tradición afroperuana.

Estas ideas produjeron un contexto estimulante para la creación, pero desembocaron también en una serie de dificultades. El empleo de material folclórico debía ser “estilizado”, en palabras de Pinilla o del crítico Carlos Raygada; esto es, purificado de lo que algunos compositores percibían como su crudeza originaria. Ese tipo de aproximación se prestaba fácilmente a acusaciones de alienación o dependentismo. Aún así, este periodo fue testigo de intensos desarrollos formales y de una ambición que estuvo en gran medida ausente de los planteamientos de autores indigenistas de las generaciones previas. Gracias al espíritu exploratorio y no convencional de estos compositores, la música académica peruana se renovó en varias direcciones simultáneas: el ferviente vanguardismo de las primeras obras de Garrido-Lecca y Valcárcel, el neoindigenismo sinfónico de Guevara Ochoa, el experimentalismo electrónico de Bolaños, el neoclasicismo criollo de Iturriaga y Pulgar Vidal.

“Ese espíritu de la generación del 50 fue un importante catalizador para mí en algún momento, particularmente cuando era más joven”, recuerda Oliver. “Pero con el tiempo la famosa ‘puesta al día’ dejó de tener sentido pues implicaba una versión de la historia única a la que teníamos que montarnos como fuera posible. ‘La’ historia se ha convertido en múltiples historias, ‘La’ música en múltiples músicas. Al dejar de pensar en la linealidad histórica con un centro en Europa, uno se libera profundamente”.

López percibe efectivamente un quiebre entre su generación y las anteriores, especialmente la del 50. “La idea de un nuevo inicio, asociada al desastre de la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, se combinó con la necesidad de adoptar posturas políticas claras en cada obra, algo que ha dejado de ser un requerimiento”, sostiene. “Desde luego, se siguen componiendo piezas con mensajes políticos, y lo he hecho yo mismo con Dreamers”, señala en referencia al oratorio que escribió en 2019, dedicado a los estudiantes indocumentados amenazados por las políticas xenófobas de Trump. “Pero ya no hay una expectativa de que ese sea siempre el modus operandi del artista. Y creo que, precisamente, algunas de las actitudes de las que nos hemos alejado a inicios del siglo XXI tienen que ver con esa idea de que los compositores estamos obligados a adoptar una cierta estética o determinada postura ante tal o cual cosa”.

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Indudablemente, a partir de los años setenta la idea de una vanguardia musical empezó a perder consistencia, tanto en Europa como en América Latina, y las opciones estilísticas se multiplicaron, de tal forma que la mayoría de compositores actuales no se adscriben a una escuela en particular. Pero tal vez sea conveniente introducir aquí algunos matices. Obras como Cuatro cantos amazónicos de Cuentas, Wayra de Villavicencio o América salvaje del propio López sugieren que la estética de “nacionalismo modernista” que prevaleció en autores como Iturriaga y Garrido-Lecca nunca dejó de ser un referente para esta generación. Dos viñetas andinas (2020) de Cuentas sugiere incluso ecos de la música indigenista de los años 20. Aun así, es cierto que nunca ha habido tanta diversidad de estilos como en la producción de los compositores de la generación del 2000. Incluso en el catálogo de un mismo autor —es el caso de Cuentas o de López— coexisten obras inspiradas en músicas tradicionales andinas o afroperuanas y piezas influenciadas por referentes globalizados como el minimalismo estadounidense o el post-espectralismo francés. De modo que los compositores peruanos de hoy se encuentran simultáneamente interpelados por los requerimientos de una estética peruanista cuya cristalización sigue en curso, y por una necesidad de afirmar su libertad creativa y diferenciarse de sus pares en una escena global donde abundan los estilos y ninguno es percibido como hegemónico.*

Es tal vez la fidelidad a un sentido idealizado de unidad nacional lo que ha cambiado. Arroyo es explícito al respecto: “mis obras no tienen el objetivo de exaltar patriotismo alguno”. Para él, la variedad y la fragmentación que existe en una sociedad como la peruana es estimulante precisamente porque encuentra belleza en lo múltiple, en lo no resuelto, en lo que se sustrae a cualquier sentido de totalidad. “Muy a menudo, el fracaso repetitivo de un sistema rígido e inadecuado nos sumerge en conflictos estériles”, sostiene. “En mi música, el trabajo de hibridación es una forma de considerar la relación de la unidad con el todo, descartando la posibilidad de un sistema preestablecido en el que los elementos se integren, asimilen o marginen”.

La música de López y Castro se acerca más a las formas clásicas del canon europeo, pero tiende hacia la misma concepción de una identidad inestable, diaspórica, en expansión. Para Jaime Oliver, “si bien el contexto peruano tiene marcadas diferencias con otras realidades latinoamericanas, este comparte un espíritu poscolonial común en existir en un limbo entre ‘Occidente’ y la otredad. La razón por la que es importante para uno ser un compositor ‘latinoamericano’ o ‘peruano’ es que, desde mi punto de vista, nos permite entendernos de una manera en la que compositores europeos no lo necesitan. Hay algo de ese limbo con el que me identifico, con no ser occidental del todo, con no ser absolutamente originario de estas tierras tampoco”.